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21 agosto 2006

¿A QUIEN EJECUTAR?

Por Hubert Lanssiers

No existe ningún argumento a favor o en contra de la pena de muerte que sea lo bastante convincente como para promover el consenso general de los hombres de buena voluntad. Para qué, entonces, prolongar esta guerra de trincheras que no conquista ningún territorio nuevo.

Además, estas mesas redondas alrededor de las cuales los expertos discuten del castigo supremo como si fuera una noción abstracta me parecen vagamente indecentes. Me abstendré por lo tanto de remover una vez más la sopa metafísica y me limitaré a someter algunos problemas de orden práctico a aquellos que piensan que el verdugo es el único garante de una sociedad civilizada:

a) ¿A quién ejecutar? ¿Aplicaremos la pena de muerte sólo y exclusivamente a los pequeños artesanos del crimen otorgando a los grandes industriales de la aniquilación masiva un brevete de honorabilidad y una jubilación de acuerdo con sus años de servicio y con la cantidad de muertos que manufacturaron? Idi Amín Dadá vive confortablemente en el Medio Oriente, baby doc Duvalier corre tabla en la riviera francesa y el honorable funcionario que maneja a su antojo la conferencia de Yakarta es Khien Samptran el cómplice del Pol Pot en el genocidio del pueblo camboyano. ¿A partir de cuántos cadáveres se vuelve respetable el asesino?

b) El sujeto a quien se pretende aplicar la ley del talión es un hombre y, por lo tanto, un ser eminentemente confuso, difuso y contradictorio; no existe tal fenómeno como un criminal químicamente puro. Un homicida puede ser un buen hijo y un excelente padre de familia ¿Suprimiremos al buen hijo y al esposo ejemplar conjuntamente con el asesino? No se ha encontrado todavía, que se sepa, un método que permita matar por fracciones y selectivamente, quizás porque no hemos buscado bien.

c) Una sociedad que erige en axioma que los más vivos y los más pillos son los triunfadores genera a sus propios delincuentes como una madre engendra a sus hijos; asume, en buena medida, la autoría intelectual del crimen. Para esto existe un castigo tipificado en el código penal, es difícil de aplicar, lo reconozco pero la justicia, dicen, es indivisible.

d) Es también lenta. Entre la sentencia, las interminables apelaciones y la ejecución final, la personalidad del condenado puede evolucionar de modo tan radical que el hombre que mató y a aquél a quien van a matar sean sujetos diferentes. En el momento preciso del fusilamiento habrá error sobre la persona.

e) El abogar por la pena de muerte equivale a dejar filtrar, insidiosamente, el mensaje subliminal que no existe otro remedio que la violencia para poner fin a la violencia. Es un síndrome de Cisneros y eso se llama incitación al crimen, del mismo modo que la matanza de inocentes, en el marco de la guerra sucia, es incitación al odio y apología al terrorismo. En 1919 se callaron los cañones de la primera guerra mundial, la guerra para terminar con todas las guerras: unos 5 millones de muertos. 20 años más tarde estalló otra que produjo 50 millones de víctimas; un progreso notable, en suma.

(Tomado de ideele Nº 27, julio 1991)