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21 abril 2007

¿Y si Irán hubiera invadido México?


Noam Chomsky

No sorprende que llegara el anuncio de George W. Bush de una "escalada" en Irak, a pesar de la firme oposición de los estadunidenses a un movimiento de este estilo y la aún más fuerte oposición de los (absolutamente irrelevantes) iraquíes.
El anuncio llegó acompañado de ominosas filtraciones y declaraciones oficiales -desde Washington hasta Bagdad- sobre cómo una intervención iraní en Irak tenía como finalidad interrumpir nuestra misión de obtener una victoria, un objetivo que es (por definición) noble.
Lo que siguió fue un solemne debate sobre si los números de serie en las sofisticadas bombas IED podían ser rastreados en Irán.
Este "debate" es un ejemplo típico de un principio primario de la propaganda sofisticada. En sociedades burdas y brutales, la línea oficial es proclamada públicamente y debe ser obedecida -o si no, lo que auténticamente crees es negocio tuyo y preocupa mucho menos-. En sociedades en las que el Estado ha perdido la capacidad de controlar por la fuerza, la línea oficial simplemente se presupone; luego se fomenta un vigoroso debate dentro de los límites impuestos por la no enunciada ortodoxia doctrinal.
El más burdo de los dos sistemas lleva, de modo natural, a la incredulidad; la variante sofisticada da una impresión de apertura y libertad, y así sirve con mucha mayor efectividad para inculcar la línea oficial. Se vuelve algo que está más allá de ser cuestionado, más allá del pensamiento mismo, como el aire que respiramos.
El debate sobre una intervención iraní en Irak procede, sin ser ridiculizado, por el supuesto de que Estados Unidos es dueño del mundo. Por ejemplo, no nos enfrascamos en un debate similar en los años ochenta acerca de si Estados Unidos estaba interfiriendo en la Afganistán ocupada por la Unión Soviética, y dudo que Pravda, probablemente reconociendo lo absurdo de la situación, se haya enfurecido por este hecho (que los funcionarios estadunidenses y nuestros medios, en cualquier caso, no hicieron ningún esfuerzo por ocultar).
Quizá la prensa oficial nazi también presentó solemnes debates acerca de si los Aliados estaban interfiriendo en la soberana Francia de Vichy, aunque de haber sido así la gente cuerda se hubiera colapsado por lo ridículo.
En este caso, sin embargo, hasta el ridículo -notoriamente ausente- no sería suficiente, porque los cargos contra Irán son parte del redoblar de los pronunciamientos destinados a conseguir más apoyo para escalar la guerra en Irak y para atacar a Irán, la "fuente del problema".
El mundo está horrorizado ante esta posibilidad. Aun en los estados sunitas vecinos, que no son amigos de Irán, cuando se les pregunta a las mayorías, prefieren un Irán con armamento nuclear a cualquier acción militar contra ese país.
De la limitada información que tenemos, parece que partes significativas de las comunidades militar y de inteligencia estadunidenses se oponen a tal ataque, así como casi todo el resto del mundo, aun más que cuando la administración de Bush y la Gran Bretaña de Tony Blair invadieron Irak, desafiando la enorme oposición popular en el mundo.
El efecto Irán
Los resultados de un ataque a Irán podrían ser horrendos. Después de todo, según un reciente estudio del "efecto Irak" realizado por los especialistas en terrorismo Peter Bergen y Paul Cruickshank, con datos gubernamentales y de la Rand Corporation, la invasión iraquí ya multiplicó el terror por siete veces.
El "efecto Irán" probablemente sería más severo y duradero. El historiador militar británico Corelli Barnett habla por muchos cuando alerta que "un ataque a Irán, en efecto, causaría la tercera guerra mundial".
¿Cuáles son los planes de la cada vez más desesperada camarilla que apenas logra mantener el poder político en Estados Unidos? No lo sabemos. Tal planeación estatal, claro, se mantiene secreta por intereses de "seguridad".
Una revisión del archivo desclasificado revela que hay considerable mérito en esa afirmación -aunque sólo si entendemos "seguridad" como la seguridad de la administración de Bush contra su enemigo interno, la población en nombre de la cual actúa.



Aunque la camarilla de la Casa Blanca no esté planeando la guerra, los despliegues navales, el apoyo a los movimientos secesionistas y los actos de terror dentro de Irán y otras provocaciones po- drían fácilmente desencadenar una guerra accidental.
Las resoluciones del Congreso no representarían un gran obstáculo. Invariablemente permiten exenciones de "seguridad nacional", abriendo huecos lo suficientemente grandes para que pasen varios grupos de combate de portaviones que pronto estarían en el Golfo Pérsico -siempre y cuando un liderazgo sin escrúpulos emita proclamas catastrofistas (así como hizo Condoleezza Rice con esas "nubes de hongos" sobre ciudades estadunidenses en 2002).
Y la fabricación del tipo de incidentes que "justifican" tales ataques es una práctica familiar. Hasta los peores monstruos sienten la necesidad de una justificación y adoptan una estratagema: la defensa de Hitler de la Alemania inocente frente al "salvaje terror" de los polacos en 1939, después de que rechazaron sus sabias y generosas propuestas de paz, es sólo un ejemplo.
La barrera más efectiva frente a una decisión de la Casa Blanca de emprender una guerra es el tipo de organizada oposición popular que asustó al liderazgo político-militar lo suficiente en 1968 como para que estuvieran reacios a enviar más tropas a Vietnam: temían, aprendimos de los Papeles del Pentágono, que podrían necesitarlas para controlar el desorden civil.
Sin duda el gobierno iraní merece una severa condena, que incluya sus recientes acciones que inflamaron la crisis. Es, sin embargo, útil preguntarse cómo hubiéramos actuado si Irán hubiera invadido y ocupado Canadá y México y arrestado a representantes gubernamentales estadunidenses allá, sobre la base de que se resistían a la ocupación iraní (llamada "liberación", claro).
Imagina, también, que Irán desplegara masivas fuerzas navales en el Caribe y emitiera amenazas creíbles de que lanzaría una ola de ataques contra un amplio abanico de lugares -nucleares y de otros- en Estados Unidos si el gobierno estadunidense no ponía fin inmediato a todos sus programas de energía nuclear (y, naturalmente, desmantelara todas sus armas nucleares).
Supongamos que todo esto sucediera después de que Irán hubiera derrocado al gobierno estadunidense e instalado un tirano vicioso (como hizo Estados Unidos con Irán en 1953), luego hubiera apoyado una invasión rusa de Estados Unidos en 1980 que asesinó a millones de personas (así como Estados Unidos apoyó la invasión de Saddam Hussein contra Irán en 1980, que mató a cientos de miles de iraníes, una cifra comparable a millones de estadunidenses). ¿Observaríamos en silencio?
Es fácil comprender una observación hecha por uno de los principales historiadores militares de Israel, Martin van Creveld. Después de que Estados Unidos invadió Irak, sabiendo que estaba indefenso, apuntó: "Si los iraníes no hubiesen tratado de construir armas nucleares, estarían locos".
Seguramente ninguna persona cuerda quiere que Irán (o cualquiera otra nación) desarrolle armas nucleares de exterminio. Una razonable resolución de la crisis actual sería permitir a Irán desarrollar energía nuclear, en concordancia con sus derechos del Tratado de No Proliferación Nuclear, pero no armas nucleares.
¿Es factible ese resultado? Lo sería, bajo una condición: que Estados Unidos e Irán fuesen sociedades democráticas funcionales, en las cuales la opinión pública tuviera un significativo impacto sobre las políticas públicas.
Resulta que esta solución tiene abrumador apoyo entre los iraníes y estadunidenses, que generalmente están de acuerdo respecto de asuntos nucleares.
El consenso iraní-estadunidense incluye la completa eliminación de las armas nucleares en todos lados (82 por ciento de los estadunidenses); si eso todavía no se puede lograr debido a la oposición de la elite, entonces al menos una "zona libre de armas nucleares en Medio Oriente, que incluya tanto los países islámicos e Israel" (71 por ciento de estadunidenses). Setenta y cinco por ciento de los estadunidenses prefieren construir mejores relaciones con Irán antes de amenazas de fuerza.
En pocas palabras, si la opinión pública estadunidense tuviese una significativa influencia sobre la política de Estado de Estados Unidos e Irán, la resolución de la crisis podría estar a la mano, junto con soluciones de mucho mayor alcance al enredado asunto nuclear global.
Promover la democracia en casa
Estos hechos sugieren una posible manera de prevenir que explote la actual crisis, quizá hasta en una versión de la Tercera Guerra Mundial. Esa impresionante amenaza podría prevenirse si se lleva a cabo una conocida propuesta: la promoción de la democracia, esta vez en casa, donde tanto se requiere. La promoción de la democracia en casa definitivamente es factible y, aunque no podemos llevar a cabo tal proyecto directamente en Irán, podríamos actuar para mejorar las posibilidades de los valientes reformistas y opositores que buscan justo eso.
Entre ellos, figuras conocidas, o que deberían serlo, como Saeed Hajjarian, la premio Nobel Shirin Ebadi y Akbar Ganji, y los que, como siempre, se mantienen sin nombre, entre ellos activistas sindicales de los cuales escuchamos muy poco; aquellos que publican el Boletín de los Trabajadores Iraníes podrían ser un buen ejemplo.
La mejor manera en que podemos mejorar las posibilidades de promover la democracia en Irán es drásticamente invertir la política estatal aquí, para que refleje la opinión popular. Eso implicaría detener las constantes amenazas, que son un regalo para los iraníes de línea dura. Estos son amargamente condenados por los iraníes auténticamente preocupados por la promoción de la democracia (a diferencia de aquellos "partidarios" que ostentan lemas democráticos en Occidente y son honrados como grandes "idealistas" a pesar de su claro historial de odio visceral contra la democracia).
La promoción de la democracia en Estados Unidos podría tener más amplias consecuencias. En Irak, por ejemplo, se pondría en marcha inmediatamente, o muy pronto, un estricto calendario para el retiro de las tropas, de acuerdo a la voluntad de la abrumadora mayoría de iraquíes y una significativa mayoría de estadunidenses.
Las prioridades del presupuesto federal prácticamente se invertirían. Ahí donde el gasto se incrementa, como en los proyectos de ley de gasto militar suplementario para llevar a cabo guerras en Irak y Afganistán, se reduciría drásticamente. Ahí donde el gasto es constante o se reduce (salud, educación, capacitación laboral, promoción de la conservación de energía y de fuentes de energía renovables, beneficios a los veteranos, financiamiento de Naciones Unidas y de operaciones de la paz, entre otros) se incrementaría drásticamente. Los recortes fiscales del presidente Bush, para gente con ingresos mayores a los 200 mil dólares al año, se rescindirían inmediatamente.
Estados Unidos hubiera adoptado desde hace mucho tiempo un sistema nacional de salud, y rechazado el sistema privatizado que goza del doble de los costos per cápita de sociedades similares y algunos de los peores resultados en el mundo industrializado. Hubiera rechazado lo que es visto por muchos que están atentos como lo que acabará en "un descarrilamiento fiscal".
Estados Unidos hubiera ratificado el Protocolo de Kyoto para reducir las emisiones de dióxido de carbono y hubiera llevado a cabo aún más estrictas medidas para proteger el medio ambiente. Permitiría que Naciones Unidas tuvieran un papel protagónico en las crisis internacionales, incluyendo Irak. Después de todo, según las encuestas de opinión, a partir de poco después de la invasión de 2003 una gran mayoría de los estadunidenses quiere que Naciones Unidas se encargue de la transformación política, la reconstrucción económica y el orden civil en aquella tierra.
Si la opinión pública importara, Estados Unidos aceptaría las restricciones de la Carta de Naciones Unidas sobre el uso de la fuerza, contrario al consenso bipartidista de que este país, sólo éste, tiene derecho a recurrir a la violencia en respuesta a potenciales amenazas, reales o imaginadas, incluyendo amenazas a nuestro acceso a mercados y recursos. Estados Unidos (junto con otros países) renunciaría al veto del Consejo de Seguridad y aceptaría la opinión de la mayoría, aun cuando se oponga a ella. Se permitiría a Naciones Unidas que regulara la venta de armas, mientras Estados Unidos reduciría tal venta y urgiría a otros países a también hacerlo, lo cual sería una importante contribución a reducir la violencia en gran escala en el mundo.
El terror sería enfrentado con medidas diplomáticas y económicas, no de la fuerza, de acuerdo con el juicio de la mayoría de los especialistas en este tema, pero, de nuevo, diametralmente opuesto a la política actual.
Y más: si la opinión pública influyera en las políticas, Estados Unidos entablaría relaciones diplomáticas con Cuba, beneficiando así a los pueblos de ambos países (e, incidentalmente, al agronegocio estadunidense, las empresas de energía y otras), en vez de estar prácticamente solo en el mundo imponiendo un embargo (al lado sólo de Israel, la República de Palau y las Islas Marshall).
Washington se uniría al amplio consenso internacional respecto del conflicto Israel-Palestina, de llegar a un arreglo de dos estados, el cual (con Israel) ha bloqueado durante 30 años -con aisladas y temporales excepciones- y aún bloquea de palabra, y, más importante aún, de hecho, a pesar de las fraudulentas afirmaciones sobre su compromiso con la diplomacia. Estados Unidos también igualaría la ayuda a Israel y Palestina y cortaría la asistencia a cualquiera de los lados que rechazara el consenso internacional.
La evidencia de estos asuntos es repasada en mi libro Failed states, así como en The foreign policy disconnect, de Benjamin Page (con Marshall Bouton), que también ofrece extensa evidencia de que la opinión pública sobre asuntos de política exterior (y probablemente interna también) tiende a ser coherente y consistente durante largos periodos. Los estudios de la opinión pública tienen que ser tomados con precaución, pero definitivamente son altamente sugerentes.
La promoción de la democracia en casa, si bien no es una panacea, podría ser un paso útil para ayudar a nuestro propio país a convertirse en un "participante responsable" (por utilizar el término usado para los adversarios) en el orden internacional, en vez de ser un objeto de temor y disgusto en gran parte del mundo. Aparte de ser un valor en sí mismo, una democracia funcional en casa posibilitaría abordar constructivamente muchos de los actuales problemas, internacionales e internos, incluyendo aquellos que literalmente amenazan la supervivencia de nuestra especie.
* Noam Chomsky es el autor de Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy (Metropolitan Books), entre otras obras.
Copyright 2007 Noam Chomsky. Este texto fue publicado en Tomdispatch.com.
Traducción: Tania Molina Ramírez.